Iniciativa busca transformar regiones afectadas por cultivos ilícitos
En un movimiento significativo hacia la reconfiguración de las políticas antidrogas y la consolidación de la paz en territorios históricamente afectados por el conflicto armado y las economías ilícitas, el gobierno colombiano ha puesto en marcha un ambicioso programa de erradicación voluntaria de cultivos de coca. El anuncio, realizado por el presidente Gustavo Petro, detalla los primeros pasos de esta iniciativa en dos de las regiones más complejas del país: Catatumbo, en Norte de Santander, y Argelia, en el departamento del Cauca. Según la información oficial, ya se cuenta con la inscripción de campesinos que suman un total de 7.200 hectáreas en Catatumbo y 546 hectáreas en Argelia, marcando un hito inicial en la implementación de esta estrategia que busca ofrecer alternativas sostenibles a las comunidades rurales.
Esta nueva política representa un giro respecto a enfoques anteriores, que a menudo priorizaban la erradicación forzada, una metodología que históricamente ha generado tensiones sociales, enfrentamientos y ha sido objeto de críticas por su impacto en los derechos humanos y la falta de soluciones duraderas para las familias cultivadoras. La propuesta actual se centra en la concertación con las comunidades, ofreciendo incentivos y apoyo para la transición hacia economías lícitas. La administración subraya que el éxito de este programa de sustitución voluntaria no solo impactará la reducción de cultivos ilícitos, sino que es fundamental para la construcción de paz en estas zonas, donde la presencia de grupos armados ilegales y la falta de oportunidades han perpetuado ciclos de violencia y pobreza.
El contexto en el que se lanza este programa es crucial. Regiones como el Catatumbo y el Cauca han sido epicentros del conflicto armado colombiano durante décadas. La geografía agreste, la limitada presencia estatal y la rentabilidad de la economía cocalera han facilitado el control territorial por parte de diversos actores armados, incluyendo disidencias de las FARC, el ELN y otros grupos criminales. Estos grupos no solo se financian a través del narcotráfico, sino que también ejercen control social y económico sobre las comunidades, a menudo forzando o incentivando la siembra de coca ante la ausencia de alternativas viables. Por lo tanto, cualquier esfuerzo por transformar estas realidades debe abordar no solo el cultivo en sí, sino también las estructuras de poder ilegal y las condiciones socioeconómicas subyacentes.
La implementación de programas de sustitución voluntaria no es una novedad absoluta en Colombia. Experiencias previas, como el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), surgido del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, han ofrecido lecciones importantes. Si bien el PNIS logró la vinculación de miles de familias, también enfrentó desafíos significativos relacionados con el cumplimiento de los pagos, la asistencia técnica, la seguridad para los participantes y la falta de acceso a mercados para los productos sustitutos. El éxito del nuevo programa dependerá en gran medida de la capacidad del Estado para superar estos obstáculos, garantizando un acompañamiento integral y sostenido a las familias que decidan abandonar la economía cocalera.
La cifra inicial de hectáreas inscritas, aunque representa solo una fracción del total de cultivos de coca estimados en el país (que según la UNODC superaron las 230.000 hectáreas en 2022), es vista por el gobierno como un indicativo positivo del interés de las comunidades en buscar alternativas legales. El desafío ahora radica en consolidar la confianza y demostrar resultados tangibles. Esto implica no solo la entrega de subsidios directos, sino también la inversión en infraestructura rural (vías, riego, electrificación), el fortalecimiento de proyectos productivos adaptados a las condiciones locales, y la garantía de seguridad para las comunidades frente a la presión de los grupos armados que se oponen a la erradicación.
Expertos en políticas de drogas y conflicto armado señalan que la sostenibilidad a largo plazo de la erradicación voluntaria requiere una estrategia multidimensional. Esto incluye una reforma rural integral que aborde la tenencia de la tierra, el acceso a crédito y tecnología para pequeños agricultores, y la creación de cadenas de valor para productos alternativos. Asimismo, es indispensable una acción coordinada del Estado para desmantelar las redes criminales que controlan el narcotráfico y asegurar la presencia institucional en los territorios, no solo a través de la fuerza pública, sino también con servicios básicos de salud, educación y justicia.
La perspectiva internacional también juega un rol. Colombia sigue siendo el mayor productor mundial de cocaína, y la presión de países consumidores, principalmente Estados Unidos, ha influido históricamente en las políticas antidrogas del país. Un enfoque basado en la erradicación voluntaria y el desarrollo alternativo podría requerir un reajuste en la cooperación internacional, priorizando la inversión social y económica en las zonas de cultivo sobre la interdicción y la erradicación forzada. La administración Petro ha abogado por un cambio en el paradigma global de la lucha contra las drogas, enfatizando la corresponsabilidad y la necesidad de abordar el consumo y el lavado de activos con la misma determinación que la producción.
En conclusión, el arranque del programa de erradicación voluntaria en Catatumbo y Cauca es un paso relevante en la estrategia del gobierno colombiano para abordar el complejo problema de los cultivos ilícitos y construir paz territorial. El éxito de esta iniciativa, sin embargo, no está garantizado y dependerá de una implementación eficaz, sostenida y coordinada, que logre generar confianza en las comunidades, ofrecer alternativas económicas viables y enfrentar los desafíos de seguridad y presencia de actores ilegales. Si se consolida, como espera el ejecutivo, podría marcar un punto de inflexión en la historia de estas regiones, transformando paisajes de conflicto en territorios de oportunidad y desarrollo sostenible. El seguimiento cercano a su evolución y resultados será fundamental para evaluar su impacto real en la vida de miles de familias campesinas y en el futuro de la paz en Colombia.